En mis viajes habitualmente uso los campings, ya que así puedo acceder a varios servicios de los que no dispongo en mi vehículo, como lavabo o ducha. Sin embargo, esta vez, en Siurana, me quedo en el pueblo; estoy aparcado cerca de otras tres furgos.
Entre los viajeros hay un grupo que viajamos fuera de temporada y de los días festivos y, sin duda, somos una especie muy especial.
Vengo de una larga caminata y, mientras descargo aparejos y preparo el día, se me acerca Emilio. Es un hombre de un metro setenta entrado en años (sesenta y ocho), delgado como una espiga de trigo en verano.
—Buen cacharro.
—Sí, al menos hasta ahora no ha dado problemas.
—¿Corre mucho? ¿Puedo verla?
—Sí, sí, no hay problema… No la tengo camperizada, es muy marcial y solo llevo un armario con una batería extra y poco más.

—¡Aaah! La mía está camperizada y ya tiene diez años…
Emilio observa el interior de mi furgo y pregunta de …¿cuánto es la batería extra? ¿Cómo la tiene conectada? ¿Y el agua? Llámame Emilio. Soy técnico en electrónica, vivo de arreglar cacharros… Trátame de tú o de Emilio, somos de la misma quinta… ¿Quieres ver la mía?
La furgo de Emilio está camperizada; dispone de cocina, una enorme cama, armarios y, sobre uno de ellos, las fotos de dos mujeres.
—Es mi mujer. Era muuuy guapa, pero la pifió hace seis meses, un ataque cardiaco… La otra es mi hija… Es una belleza. Me trae de cabeza porque ¿cómo un tipo tan feo como yo puede hacer una hija tan guapa? ¿Tomamos una birra?
Y allí, sentados en una mesa de la terraza, pasamos el rato contando historias pasadas, viajes por la vida, trances en las carreteras.
—Después de los cincuenta mi Ana empezó a engordar.
—¿Comía mucho?
—No, no. Más bien poca cosa… Fue muy rápido y se puso…

—¿Y qué decía el médico?
—Cosa genética. Y luego empezó a padecer del corazón. Días antes de morir me dice: «Emilio, quiero que me eches un superpolvo, y si no puedes, búscate a alguien que me lo eche». Como estaba muy gorda y yo tan flaco ya no lo hacíamos porque yo no llegaba.
—¿Qué quieres decir con que no llegabas?
—Que me quedaba corto. Joder, ¿tú nunca has estado con una gorda? Pues ya tienes una edad… ¿Seguro que tienes la edad que dices?
—Que sí, hombre, ¿quieres ver mi DNI?
—No, no, pero ¿haces alguna dieta?
—No, no, camino, como normal, lo que pasa es que tú estás un poco estropeado…
—Es que lo de mi mujer ha sido un disgusto muy grande… Total, que hasta pensé hablar con un vecino mío que la tiene mucho más grande.
—¿Y cómo lo sabes?
—Hombre, habíamos ido de camping juntos y se le veía.
—Pero dicen que el tamaño no importa…
—Bueno, bueno… Así que estuve tres días sin comer.
—¿Por no llegar?
—No, no: si no comes en tres días, tienes más ganas.
—Qué raro…
—¿A ti no te pasa?
—No.
—Joder, pareces un crío, con perdón. Bueno, además me compré una pastilla azul…
—¿Viagra? ¿Esas pastillas se pueden tomar sin prescripción médica?

—Yo la compré… El tercer día sin comer, antes de ir para la habitación, me la tomé, hice un par de flexiones para que hiciera efecto más rápido y me fui a la cama. Mi mujer estaba fría. Las mujeres siempre tienen el culo frío.
—¿Sííí?
—Pero ¿tú has tenido mujer?
—Sí, claro, la tuve.
—Pues todas lo tienen. Al caso: la empecé a preparar tocándola, pero no reaccionaba. Y venga a hacerle caricias, y nada. «¡Ana, ya está bien, reacciona!». Y nada, seguía fría como un témpano. «Anaaaaa»… Nada. Así que la zarandeo y, como no me responde, la pongo de costado y —Emilio ladea la cabeza mientras la emoción lo derrumba— … estaba muerta.
—¿Muerta muerta?
—Sí, muerta. Se ve que le había dado un ataque mientras esperaba.
—Uf, qué palo…
—Sí, hombre sí, un palo muy grande.
—Y ¿cómo acabó lo del Viagra?
—Joder, tío… No se me bajaba y me tuve que poner una faja de mi mujer para que no se me notara.
—¿Qué me dices? Pero… si tu mujer estaba tan gorda y tú tan delgado, ¿cómo ibas a ponerte una faja de tu mujer?
—Tío, no sabes nada de mujeres. Las fajas son como nuestras furgos: llevan unas cuerdas que se adaptan, se camperizan a tu cuerpo…
Mientras Emilio entra en pormenores se nos acerca Alan, un francés bajo y regordete de sesenta y ocho años que se dedica al diseño gráfico.
—Perdonen, los he oído hablar de furgonetas.
—Sí, entre otras cosas…
—La mía es aquella.
—Muy bonita
—Tiene una rueda reventada y les quería pedir ayuda para cambiarla.
Emilio se adelanta:
—¡Y tanto! Pero siéntate a tomar una birra y luego te ayudamos.
—Voy a avisar a la amiga.
—Estos franceses son la hostia, mira que llamar «amiga» a la mujer… -Emilio
—Son muy liberales, pero igual no es su mujer…
—Mírala… qué buena que está.
—Sí, es muy bonita y muy joven. Debe de ser su hija. Muy bonito, dar la vuelta a España acompañado de tu hija.
—O una que lleva de gorra.
—No, hombre, no seas tan malpensado, Emilio…
Alan lleva seis meses paseando por España. Es la tercera vez y resulta evidente que es un forofo de la península. Habla una mezcla de francés y castellano, pero se da a entender bien.
—Les presento a mi mujer – dice, y nos deja boquiabiertos. Es una mujer joven, de treinta y ocho años, con un aire muy jovial y alegre. Lleva tejanos y una bufanda enorme. Es muy bonita, continúa Alan, y sabe bailar la danza del vientre.
—¡No me digas! —Emilio se asombra.
—¡Sí! Moriré entre sus piernas.
—¿Quieres decir bailando?
—Oui, mi mujer folla bailando.
La mujer se levanta, se sube el jersey y hace una representación de su danza del vientre. Emilio se levanta y acompaña el baile con un zapateo mientras el francés y yo palmeamos. Una extraña fiesta multicultural…
—Emilio, ¿dónde has aprendido a bailar sevillanas?
—Mi padre era andaluz y mi madre catalana catalana.
—Buena mezcla.
—Calla, me traen el corazón partío…
—¿Y eso?
—Es que yo soy catalán hasta la muerte, andaluz hasta la muerte y español, y con esto de la independencia me han partío el corazón.
—Bueno, no es para tanto, hombre… No pasará nada.
—¿Pero…tú no tienes sentimientos?
—Claro que los tengo, pero soy apátrida.
—¿Y eso qué es?
Seguimos en larga conversación. Alan se ríe y lo traduce a su Silvie, que suelta carcajadas infinitas. Pasan las horas y al poco llega Manuela.
—Perdonen, son furgoneteros, ¿verdad?
—Sí, sí. Aquí Emilio, Silvie, Alan y…
—¿Puedo unirme a la fiesta?
—¡Y tanto! ¡Siéntate! ¡Una birra! —grita Emilio.
Manuela es una mujer de cincuenta y cuatro años. Lleva el pelo, blanco plateado, tan largo que le sobrepasa los pechos. Tiene las manos largas y los dedos llenos de anillos.

—Soy pitonisa.
—¿Y eso qué es? —pregunta Emilio.
—Adivino el futuro, hago filtros de amor, tarot, yoga…
Emilio – Pues aquí me temo que no pagamos más que cerveza…
—No, no, ahora lo hago gratis. Tengo cáncer terminal y me moriré muy pronto.
Todos nos quedamos boquiabiertos. A buen seguro que todos nos habíamos topado con una encrucijada… ¿Cómo salir de tal aseveración sin molestar a la pitonisa? ¿Acaso se reía de nosotros? ¿Sería una aguafiestas?
—Pero ¿qué os pasa? Yo pronto estaré en el nirvana, mientras que vosotros seguiréis esclavos de vuestro cuerpo físico. Y suelta una enorme carcajada.
—¡Alucinante! — exclama Emilio. Mientras, ella da rienda suelta a la risa. Manuela era bruja…
—Perdona, ¿y hablas con los muertos?
—Sí, claro.
—¿Le podrías hacer una preguntita a mi mujer? Que cómo está ahí arriba.
Manuela agarra las manos de Emilio, las aprieta mientras cierra los ojos y suelta:
—Está contenta y te pide que la próxima no llegues tan tarde.
Tanto Emilio como yo nos quedamos asombrados. Parece que sí que habla con los muertos – replica Emilio
—Si queréis, os leo vuestro futuro.
—No, a mí no, gracias – respondo. Pero Alan está interesado.
—¿Me poderrías leerrr el futuro de nuestra pareja? No el nuestro, quiero decir el de nuestra unión.
—Dadme una mano cada uno. Mmm… Veo a una tercera persona en vuestra pareja, traerá mucha turbación.
Alan se lo traduce a su mujer y los dos se ríen a carcajadas. Emilio y yo nos miramos con asombro mientras la pitonisa les pregunta por qué se ríen, pero los franceses están desbocados de risa. Al rato, Alan explica… —es que Silvie está embazada de cuatro meses. Esperamos un niño. —Todos nos sentimos aliviados. Era evidente que Manuela tenía un don.
Manuela se ofrece de nuevo a decirnos el futuro, pero yo rehúso. Viviendo lo que ya he vivido no me interesa pasar el resto de mi vida esperando que se confirmen los pronósticos. Pero, antes de terminar mi negativa, la pitonisa me coge de las manos, las aprieta y cierra los ojos. Al cabo de un rato, los abre y me mira fijamente, profundamente.

—A ti no te diré el futuro.
—¿Tan mal pinta?
—No, no. Todo irá bien y te regalo un polvo.
—Ahhh, menos mal, gracias. — Respiro con alivio y satisfecho de haber superado el trance. Ahora agarra de nuevo las manos de Emilio, que fruñe el entrecejo y pone cara de honda preocupación.
—Tú no volverás a tener a ninguna mujer como la tuya… Tendrás que irte de putas, ja, ja, ja.
El frío aprieta y es hora de irse a dormir. Antes, nos vamos todos a visitar la furgo de la pitonisa. Es impactante. El techo está lleno de lucecitas a modo de estrellitas. Sobre la mesa de la cocina hay varias velitas encendidas y, a un lado, una calavera de aspecto bien real.
—Oye, Manuela, esto de las velitas en la furgo es muy peligroso, avisa Emilio.
—No, no: son velitas eléctricas. La llama parece de verdad, pero es una chapita que se mueve a modo de llama.
—Muy interesante. ¿Y es verdadera esta calavera?
—Sí, sí, es de mi padre.
—Querrás decir que era propiedad suya…
—No, no, se murió, esta es su calavera. — Todos nos miramos asombrados. Silvie se muestra muy turbada y se tapa los labios con la mano.
—Hablo a menudo con él y su calavera me sirve para concentrarme durante sus visitas…. —Más asombrados todavía, ninguno pasaríamos la noche con aquella pitonisa, por nada de este mundo.
Cada uno a su casa… Mañana hay que ayudar el francés con la rueda. Ha sido un día asombroso, y a buen seguro todos hemos echado el cierre de la furgo; ninguno desea la visita nocturna de la pitonisa. A través de la ventana veo las luces multicolores de su furgo. ¿Habrá entrado ya en el nirvana?
Hace mucho frío y mi saco de dormir es un somnífero irresistible.